Había una vez un pueblo lejano donde las gentes nunca estaban en paz. En sus corazones siempre reinaba la desilusión y la apatía y por ello siempre estaban de mal humor.
El caso es que lo tenían todo para ser felices, pareja, trabajo, salud... pero aún así nunca lograban serlo. Siempre estaban malhumorados con los demás esperando que éstos les llamasen y les atendiesen como ellos merecían y al ver que esto no pasaba más malhumorados se sentían.
Un día apareció por allí un extranjero y todos los del pueblo salieron a hurtadillas a su encuentro, es un ser extraño, se dijeron los habitantes del lugar.
El extranjero no portaba más que en una pequeña mochilla un poco de pan y queso, agua para el camino y un palo de caminante. Pero no fue esto lo que más sorprendía a la gente, sino su cara.
Cada vez que se encontraba con alguien en el camino esbozaba una dulce sonrisa y sus ojos reflejaban ilusión y felicidad.
Muy pronto empezaron los cometarios, será rico, decían, tendrá mil mujeres, se murmuraba.
Pero nadie se atrevía a preguntarle por miedo y desconfianza. No obstante entre los habitantes había un niño que no paraba de mirarle. Un día se armó de valor y salió a su encuentro sin que nadie pudiera detenerle y sin ningún pudor le preguntó:
- ¿Eres rico?
- No.- contestó
- ¿Tienes muchas mujeres esperándote en algún lugar?
- No.- contestó
- Entonces ¿por qué sonríes y tus ojos se iluminan?
El extranjero miró al niño, se sentó en una piedra que había en el camino y cogiendo al pequeño lo sentó en su regazo.
“Pues verás, mi corazón rebosa paz por que estoy en paz conmigo mismo, sonrío por que mi alma se alegra a cada paso que doy y mis ojos todavía son los de un niño, es por eso que todo lo que me sucede me ilusiona y me hace feliz”
De pronto se empezaron a abrir las puertas de las casas y la gente empezó a salir de ellas, dentro de un gran silencio se miraron unos a otros y poco a poco sus miradas se fueron iluminando, se dieron cuenta que eran ricos; vivían con gente maravillosa y lo más importante se tenían a sí mismos.