A veces nada sale como habíamos pensado. Intentamos
cosas, quizá de manera equivocada, pero nuestra al fin y al cabo.
A veces un gruesa venda nos tapa los ojos y no
vemos más. Otras simplemente no podemos hacer otra cosa, duele el abandono, la
melancolía.
Quizá sea hora de mirar hacia otro lado, quizá
debamos decir basta. Basta de hacer siempre lo mismo, de mirar en la misma
dirección, de seguir delante de esa puerta que se cerro, preguntándonos por qué
se cerró.
Pero es inevitable, o por lo menos eso creemos o
queremos creer porque es más fácil pensar eso que otra cosa.
Una simple pregunta solo una hace falta para
movernos, pero quizá no queremos hacerla porque nos asusta como los niños que
en realidad somos y papá y mamá ya no pueden ayudarnos.
Esa pregunta es sencilla. ¿Qué hago ahora? Pero
como pregunta que es nunca viene sola. Viene acompañada de otras que debemos
acallar, porque todo tiene un orden y la primera pregunta es
la que debemos responder en primer lugar.
Eso sí, debemos responderla nosotros, en este caso
no sirve buscar ayuda, porque es unipersonal e intransferible y de nada sirve
pedir consejo, se puede hacer, pero las buenas intenciones de los demás no nos
ayudan y se quedan en nada.
¿Qué hago ahora? Tres palabras que nos abrirán las
puertas y cerraran otras que debemos dejar atrás.